martes, 22 de enero de 2008

SIN NOMBRE.

SIN NOMBRE.

¿Cómo se llamaba?. Creo no tenía nombre fijo. Respondía a varios. Apareció un día por el barrio y se quedó. No era especialmente bonito, pero su pelo ensortijado y su rabo siempre en movimiento, le daba un aspecto simpático que hacía que lo aceptasen allí donde iba. Era un perro muy social. Tenía sus tareas diarias bien marcadas. Acompañaba a toda la chiquillería al colegio, siendo uno más de nosotros. El resto del día lo dedicaba a visitar a la panadera, al del puesto de periódicos y al anochecer, dormía con Tomás, el vigilante de la obra. Yo le llamaba Nube.

Se le veía muchas veces tumbado en la puerta del bar de Matías, porque sabía que este, siempre le reservaba las sobras de las comidas del mediodía. Y él sabía aguardar con paciencia a la pitanza. Tras relamerse los bigotes con minuciosidad, comprobando que ningún átomo del festín se desperdiciaba, continuaba su ir y venir por el barrio.

A veces, lo encontrábamos en el parque, acompañando a los viejos que pasaban el rato y tomaban el sol de primavera. Seguía con auténtico interés sus partidas de petanca, aunque una de las veces, se enfadaron mucho con él porque se llevó entre sus fauces, una de las bolas. Pero se hacía perdonar fácilmente, porque se los ganaba con zalamerías y carantoñas. Ninguno de los abuelos, al final, tenía el corazón tan duro para no volverle a admitir a su lado.

Otra de sus visitas incondicionales de cada mañana era a la señora Fina, la panadera. La señora Fina era oronda, enorme, siempre luciendo delantales de blancas puntillas y con las manos enharinadas. Nube solía pasar a saludarla cuando abría al amanecer. Sabía seguro que alguna golosina le caería, puesto que a la panadera siempre le habían gustado los perros y este tan salado, no iba a ser menos. Así que, le obsequiaba con algunas de las especialidades recién hechas, como alguna empanada rellena de carne o un trozo de coca salada con longaniza.

En las tardes de verano, venía con nosotros al descampado, donde pasábamos las horas jugando al fútbol. Le enseñamos a no meterse dentro de nuestro “terreno de juego”. Es decir, la planicie de tierra que habíamos adecuado marcando con un palo las áreas y las porterías. Al principio, se metía persiguiendo la pelota y no nos dejaba jugar a gusto. Pero aprendió a cogerla sólo cuando salía por las bandas o por el fondo de portería. Era nuestro recogepelotas pulgoso. Así pasábamos la tarde hasta que nuestras madres nos llamaban para volver a casa a cenar.
Entonces, él también se recogía y se encaminaba a donde Tomás, que le tenía ya preparado un camastro, hecho con cartones y unas mantas viejas que alguien tiró al contenedor.
Tomás le llamaba Canelo aunque no tenía ese color. Pero Tomás siempre había llamado Canelo a todos sus perros, cuando su época de pastor, en el pueblo de Extremadura donde era nacido.
- ¿De donde vienes sinvergüenza?- ese era el saludo rutinario con el que le recibía el vigilante. Y creo que Nube le contaba sus peripecias del día, a fuerza de aspamientos de rabo.

Eran dos solitarios que se hacían compañía.

Otra de sus visitas habituales era a Paco el quiosquero. Paco era un hombre con un rostro sin edad. Lo mismo podría tener cincuenta que treinta años. Nunca se le adivinaba.
Nube – Canelo, le rondaba casi todos los días y pasaba un rato con él, a primeras horas de la tarde por lo general, cuando menos personal se acercaba a su parada. Ciertamente, el quiosquero y el perro no habían empezado su relación con buen pie. En un principio, Paco temía que aquel chucho se acercase en demasía a su puesto, con el temor que este levantase la pata y le dejase regado de orines los periódicos matutinos. Pero el animal parecía saber que podía ganarse la confianza de Paco y día tras día le visitaba, hasta que este le aceptó. Y no era Paco un hombre especialmente abierto y risueño. Pecaba más bien de ser parco en palabras y de tener un carácter cortante y seco. Sin embargo, misterios del comportamiento canino, el perro lo había elegido como amigo.
De hecho, cuando por alguna razón el can no se acercaba a verle algún día, Paco se preocupaba, por si algo le había ocurrido.

- ¿Ha visto a El Perro?- solía preguntar a algún cliente habitual del barrio.
Y si le daban razones de él, ya se quedaba más tranquilo. Aunque nunca reconocería en público que sentía afecto por el animal.
Paco nunca le puso nombre. Siempre le llamaba, El Perro.

Canelo– Nube, tenía además en su agenda otros vecinos que, aunque no veía de forma continúa, no pasaba más de tres o cuatro días sin que recibieran su visita.
De estos, estaba Andrés, el vendedor de cupones. Era un hombre con una ceguera casi total al que, diariamente, su mujer le dejaba en el puesto de venta de los cupones y al atardecer recogía para ir a casa. Cuando el perro pasaba a ver a Andrés, es como si este supiese que el hombre era invidente. Daba grandes ladridos para advertirle que estaba ahí, delante de él. Y el ciego salía de su barraca de venta a acariciarle la cabeza o el lomo y a decirle cuatro boberías tiernas, que dejaba a ambos satisfechos. Nunca supimos de qué manera Canelo sospechó que Andrés no podía notar su presencia, y por ello daba cuatro o cinco ladridos para indicarle que estaba ahí, plantado delante de él, esperando sus saludos.


Octavio, el de la zapatería. Inés, la de la tienda de chuches. Amalia, la señora viuda que pasaba horas haciendo calceta sentada en un banco del parque. Y unos cuantos más, que ahora no recuerdo, estaban dentro del círculo social de Nube. Era gente variopinta y de diferente carácter, pero todos tenían algo en común, la soledad.

Y un día, Nube – Canelo – El Perro, desapareció. Todo el barrio anduvo buscándolo, llamándolo y no hubo rincón en el que no se escudriñara o indagase para dar con él. Paco llamó a la Perrera Municipal, pero ahí no estaba. Tampoco en la Protectora de Animales.
Nadie supo decir donde estaba o como se encontraba. Algunos decían que se lo había llevado un cazador a su finca, pero todo eran rumores. Un misterio al fin, como si se hubiese volatilizado.


Tal como había venido a nuestras vidas, así se fue. De forma discreta y de la noche a la mañana.

Dios se desperezaba de una ligera siesta que había dado en su hamaca de nubes favorita. Alargó la pierna y notó algo mullido y caliente que se enroscaba entre sus pies. Agachó la cabeza y ahí estaba el perrillo de pelo ensortijado durmiendo despreocupadamente y en paz. Sintió una infinita ternura, como todo en Él, que es infinito y con su mano, dulcemente le acarició la cabeza.

- Buen perro – le dijo. Y el animal agitó su cola.

Algo estaba claro. No siempre, los ángeles tenían alas.


FIN

HUMO.

HUMO.
No sé si os pasa, pero yo nunca logro evitar que los restos de ceniza manchen la madera del mueble del comedor. Debería no ser tan descuidado con el cigarro. Lo olvido encendido en cualquier cenicero. Y termina cayendo de este. "Cualquier día arderemos" - decía Patricia- cuando veía la humareda fagocitar el oxígeno de la habitación.
No sabía que por su causa, yo me ausentaba en mis pensamientos y dejaba al tabaco quemarse como un bonzo autista.
Los últimos meses, cuando su enfermedad se agravó y a penas podía moverse, es cuando más ensimismado permanecía yo. El pensar como sería la vida sin ella, me angustiaba y me producía largas noches de insomnio, mientras un halo azulado de humo me envolvía.

Muchas de esas noches de sueño huérfano, recordaba como había transcurrido estos años a su lado. No han sido un paseo en lancha ni un picnic en la campiña, pero, a pesar de los malos momentos, si hago balance, el fiel de la balanza se inclina hacia el platillo donde reposan los buenos ratos.

Conocí a Patricia en la Universidad. No se me olvida el primer día que la vi. Con una melena castaña apoyada, como una cascada sobre uno de los hombros, mientras que miraba con atención las listas de los alumnos admitidos y los turnos a donde eran destinados.
- ¿Puedo mirar yo también? – le dije.
Y en ese instante volvió la cabeza hacia mi, para mirarme y adornó su cara con una cálida sonrisa.
Me enamoré de ella casi al instante. Después de esta primera coincidencia, me las apañaba para hacerme el encontradizo con ella siempre que podía. Llegó el día que logré masticar y tragarme mi timidez y reuní fuerzas para pedirle una cita.
De esto hace más de treinta años.

Le oigo respirar agitada en el cuarto. Está dormida y quizá, soñando. Parece que es una pesadilla lo que le turba. No se le nota tranquila y este desasosiego en su dormir, termina por desquiciarme.
No me atrevo a despertarla. Entro a hurtadillas y la miro. La luz de la lamparita de la mesa de noche ilumina su rostro de forma tenue. ¡Como ha perdido la frescura su cara!. Esta enfermedad maldita….
Unas ojeras envuelven esos ojos de brillo dorado que tanto he amado y que con tanta ternura me han mirado.
En ocasiones, la sorprendía mirándome de reojo, observándome cuando yo estaba entretenido en mis cosas. Y siempre me preguntaba, que en que recovecos andarían sus pensamientos, ya que sólo dejaba escapar una mueca entre atenta y divertida, que yo trataba de adivinar.
Cuando de repente, volvía la vista hacia ella, se ruborizaba como una niña a la que se le pilla en una falta. Ella no lo sabe, pero en esos momentos, una ola de ternura me recorría todo el pecho y se estrellaba en mi garganta, mientras que sólo sentía deseos de abrazarla y hacerla mía.

Otro cigarro. Voy al balcón. La frescura nocturna aviva mis pensamientos, mientras jugueteo con el humo. Miro sus tiestos, esos que tanto se afana en mantener lozanos y sanos. La buganvilla está mustia. Como los claveles chinos. ¡Con tanta preocupación en la cabeza!..... Mañana sin falta los regaré y les echaré algo del abono que ella guarda en el trastero. Quiero que, cuando llegue la hora de que ella se levante de la cama y se asome, encuentre sus plantas recibiéndola llenas de vida.

Le oigo llamarme, quedamente. Voy a la cocina a por un vaso de agua fresca. Su sueño quebradizo le ha dado sed.

- Todo estaba oscuro y frío – me cuenta con el hilo de voz que le va quedando.
Acaricio su pelo, le susurro palabras cálidas al oído y paso mi mano por su mejilla con la intención de calmarla y darle paz. Procuro que no se me note la angustia. El miedo que me da el saber que pronto estaré sin ella. Esta zozobra me rompe por dentro, como un cristal enfrentado al hielo, resquebrajándose y saltando en mil pedazos.
Hundo mi nariz en su pelo y aspiro profundamente su olor. Es un acto animal, impulsivamente irracional, pero que me devuelve la entereza, la confianza. Como una caricia materna.

Se duerme al fin. Y yo me quedo contemplándola, en silencio. Mi respiración se acompasa a la suya. La enfermedad se ha llevado su salud, pero no le ha robado su alma, lo que yo amo más profundamente.

En esta madrugada, es cuando me doy cuenta de las veces que no le he dicho te quiero, cuando ella lo esperaba. De los momentos desperdiciados, de los detalles olvidados. Toda esta carga la llevaré conmigo, cuando ella no esté. Y a pesar de lo cretino que he sido, ella, a su modo, me ha seguido amando. Y hasta ahora, en este justo momento es cuando soy por primera vez consciente, de lo afortunado que he sido y como esta riqueza la he dilapidado por ignorancia.

¡Cuantas veces te he defraudado, mi querida niña!.

Me descubro quitándome una lágrima que iba a morir en esta barba de tres días. Creo que no lloraba desde que era un chiquillo.

Es todo humo lo que me queda. Enredándose y ensortijado en mis recuerdos.
FIN

LOCAS DEL COÑO.

Sé que el título no es el más correcto. Suena mal incluso, hasta zafio, pero es terriblemente ilustrativo. Lo dijo una amiga y solté la carcajada. ¡Es una definición perfecta!.Las locas del coño. Supongo que en ese apartado estamos todas las cuarentonas premenopaúsicas. Las que estamos ya a punto de dejar de ovular para siempre y a las que se nos han escapado múltiples trenes con nuestras ilusiones en ellos. Y sin embargo, ahí estamos.
Yo estoy convencida de que las mujeres de mi generación son las mejores de toda la historia de la humanidad. Al menos, en la historia de la España actual. Somos las mejores, voy a pecar de inmodesta e incluirme en el saco.
A mi generación la veo como un gran delta, creado a base de capas y capas de tierra fértil. En nuestro caso, las vidas de anteriores mujeres, nuestras madres y abuelas. Encorsetadas por la sociedad que les tocó vivir y con un potencial interior descomunal, que sólo les sirvió para influir en las generaciones siguientes a ellas. Como si gritasen un "hazlo por mí".
Me recuerda a la parábola de la semilla que cae en buena tierra. Pequeña, seca, con vida latente. Y un día germina y crece a pesar de todo y de todos.
Esas somos nosotras, en el mayor parte de los casos, las semillas que han caído en la tierra adecuada, con el calor adecuado y la lluvia adecuada.
Y aquí estamos, las niñas del Baby Boom de los sesenta.
Y en el mejor momento de nuestra vida. Y sin darnos cuenta, dejando pasar el momento.
Me admiran las mujeres de mi edad. Damos por hecho el feminista, sin dejar de ser femeninas. Femeninas, pero no ñoñas. Odio a las mujeres ñoñas. Incapaces, autocastrantes y que se escudan en los yo no puedo.
Recuerdo el caso de una vecina. Su marido murió y un día, se le fue la luz. Una mujer de unos sesenta años, angustiada por estar a oscuras y lamentándose de que si el difunto estuviese, lo arreglaría.
Le pedí una escalera y a los dos minutos, conecté el interruptor del diferencial. Una simple subida de tensión había hecho saltar " los plomos".
Me miró como si viniese de Marte. Para mi, era algo natural.
No me considero feminista, al menos, tal y como nos las presentaban en los años setenta. No niego que me hubiese gustado vivir esos años en Berkeley. Y quemar mi sujetador en alguna marcha estudiantil desmadrada. Suena a juerga y eso me gusta.

Pero me alejo de lo que quería decir. ¿Soy feminista?. Creo que no. No odio a los hombres como ellas. Y a pesar de todo, ese "sustrato" está en mi generación. Creo en la igualdad de oportunidades. Y como somos más listas que ellos, pues las estamos aprovechando.

Nada mejor que escuchar a las amigas. Hemos dejado pasar muchos trenes, pero bueno, seguimos en la estación, esperando al nocturno borreguero.
¿Pero cual es el nocturno borreguero?. No sé cual será en cada caso. Oigo a mis amigas y creo que todas buscamos, cada una en nuestro peculiar sentido a nuestra vida. Y creo que sólo la respuesta está dentro. No sé que quieren ellas, pero algo quieren. Y creo que sólo esperan sentirse felices y en paz consigo mismas.
Estoy convencida que está dentro de nosotras. Y empezamos a pasar de lo que digan los de alrededor, por seguir esa llamada interior.

Incluyo en los alrededores, maridos, novios, amantes, hijos, etc. Y ahí es donde empiezan aparecer las verdaderas, locas del coño. Mis mujeres favoritas.
Mis locas favoritas tienen un target. Un perfil identificativo inequívoco. Las múltiples responsabilidades que cargan a sus espaldas, las sobrellevan con sentido del humor e inteligencia. Nunca se dan por vencidas, aunque estén derrotadas. Y eligen sus batallas previamente. Y tienen una gotas de cinismo, que las hace especialmente, atractivas.

Nuria ( es nombre inventado, por supuesto) es una de mis locas del coño del cuadro de honor.

Nuria se casó muy joven. Y él resultó ser un auténtico imbécil que le hizo dos hijos, tomó las de Villadiego y la dejó como un vaso de cubalitro en zona de botellón, un domingo por la mañana. Es decir, usada, rota y tirada.
Amén de bregar con sus dos vástagos para sacarlos adelante, tuvo que vérselas con un entorno masculino dominante, del padre y los hermanos. Entró a trabajar en la empresa familiar. Una pequeña fábrica dedicada a confeccionar ropa para niños y lencería de tipo medio para señoras.
Se fue preparando, profesionalmente, poco a poco, en el tiempo que su trabajo en la fábrica y el cuidado de los crios le permitía. Aprendió el oficio desde abajo, a pie de máquina. Y tras enfrentarse con la plana masculina de la empresa, logró poco a poco hacerse oír, incluir sus ideas y diseños y encontraron, paso a paso, un nuevo giro industrial y comercial que no se habría abierto a no ser por su tozudez y tesón.

Hoy en día la empresa marcha con una renovación constante. Ella la lleva con mano firme pero suave, haciendo que los giros de timón no sean bruscos, pero marcando el rumbo.
Tiene una nueva pareja. Que, como dice ella, no sólo me quiere, además, me soporta y no aparca “ para cuando tenga tiempo” aquello que el cuerpo le pide hacer.
Sé que ha llorado mucho. Y sabe que le queda por llorar. Pero ahí está, indómita.
Su último correo electrónico, incluía una foto.
Rodeada de niños veinteañeros, iba vestida con un mono de piloto y unas gafas y casco.
Por fin se había decidido a hacer algo que quería desde que tenía veinte años. Se apuntó a un curso de paracaidismo y la foto se sacó tras el primer salto.
No creo recordarla tan radiante nunca. Emitía energía.


LA VERDADERA REVOLUCIÓN.
Mi psicólogo me recomendó leer un libro, cuando buscaba luz. Se llama LA TERCERA MUJER y su autor es un francés, con apellido polaco, Lipovetsky. En el libro, el autor hace un repaso de la historia de la mujer en el último siglo y medio.
Habla de una revolución femenina. Y creo que estamos en plena revolución, cada una luchando calle a calle, barricada tras barricada , trinchera tras trinchera, cada una por su objetivo.
Es una revolución callada, diaria y personal. Sólo cada una puede llegar a su cima y conquistarla. El caso es que, cuando una consigue llegar a su meta, a su sueño, a su fin, tira del resto y se ganan centímetros al camino.
Yo me imagino como un camino de baldosas. Baldosas sueltas, que se mueven cuando las pisas y bailan bajo tus pies.
Pienso que cada una de estas mujeres es una baldosa. Buscando su propio cemento que le afiance al camino. Y siendo ellas mismas, el camino.

Una loca del coño revolucionaria es Maruja. Maruja tiene cuarenta y nueve años. Estuvo casada durante veintiséis años con el mismo hombre, enamorada como el primer día de él, hasta que la enfermedad se cruzó en su vida. Le diagnosticaron un cáncer cuando contaba con cuarenta y cuatro años.
En ese trance, su marido le dio la espalda y además de caérsele el pelo por la quimioterapia, se le cayó él del pedestal en que lo tenía.
Gracias a sus dos hijos, consiguió el apoyo que estos enfermos tanto necesitan y afortunadamente, los tratamientos dieron resultado positivo y consiguió curarse. Pero su vida ya se había roto. Nunca esperó ese comportamiento del padre de sus hijos. Se separó de él, en medio de una depresión y una fuerte bajada de las defensas.
Maruja es budista. Cree mucho en el lado zen de la vida. Estuvo viajando durante más de veinte años a la India, desde joven. Se enamoró de ese país y terminó adoptando una niña. Una preciosa niña de pelo oscuro, tez de aceituna y ojos de noche y profundos, que hoy es su alegría.
Recuperándose de la enfermedad y curando las heridas de vivir, su hijo pequeño le metió en el mundo de internet y le enseñó a chatear.

Y conoció a su cubano, su actual marido. Se casó en Cuba, hace siete meses pero por las circunstancias políticas de allí, no le dejaron salir.
Estos últimos meses, estuvo resolviendo todo el papeleo para que, al fin, pudiese venir.
En vez de traerlo en patera, como todos, ella lo hizo legalmente desde el principio y le ha costado tiempo, disgustos y dinero. Pero hace tres semanas que ya está en España.
La semana en la que ella tenía que irlo a recoger a Madrid, no dio pie con bola en el trabajo. No había manera de que un cheque cuadrase, pero despedía nerviosismo, alegría y le chispeaban los ojos.
Ese viernes fue a recogerlo a Barajas. Y al lunes siguiente, Maruja era la reina del Centro hipotecario.
Me pregunto si algo tendría que ver que el caribeño tenga quince años menos que ella, sea un mulato de dos por dos y esté como una piña, colado por ella.

LOS TRENES PERDIDOS.
Hace unas líneas hablaba de los trenes perdidos. De las oportunidades que dejamos pasar. Cuando pienso en las oportunidades que yo he dejado pasar, por miedo, por desidia, por el entorno o simplemente, porque no sabía que en ese momento, aquello que tenía delante de los ojos, era una oportunidad. De algunas, doy gracias al Cielo por no haberlas aprovechado. Como cuando rompí con aquel novio de la Universidad. Me lo encontré hará tres o cuatro años. Penoso, por cierto. Calvo, barrigudo y sobre todo, hecho un triste. No sé que vida hubiese tenido con él, si la cosa hubiese seguido. Pero sospecho que sería ahora una infeliz, comida por el tedio. Así que, afortunadamente, aquello no cuajó.
De otras, si que me arrepiento. No haberme enfrentado a mi padre antes y haber aprovechado aquel trabajo en el periódico. O no haberme ido a los Estados Unidos, con treinta años.
Me arrepiento de no haber sido valiente en esas circunstancias y a veces, imagino como sería mi vida ahora si hubiese aprovechado esas opciones.
Imagino como serían mis vidas paralelas, si en esos puntos de inflexión, hubiese cambiado de trayectoria vital. A lo mejor, vivimos vidas paralelas, las vidas de las oportunidades no aprovechadas.
¿Pensará mi otro yo, que hubiese sido de su vida si no las hubiese tomado?.
Soy una optimista revestida de pesimismo. Porque en el fondo nunca pierdo la esperanza. Y soy curiosa y vital, por lo que, a pesar de todo, de todos los costurones que ya llevo a cuestas, pienso que en la revuelta del camino, hay una nueva experiencia por conocer y por vivir.
Siempre creo que hay una nueva oportunidad, que se presenta de diferentes formas y a veces, a destiempo. Si somos listas, sabremos



reconocerla. Y en teoría, somos más listas, ¿ no dicen que el Diablo sabe más por viejo que por Diablo?.

Otra cosa importante es que con lo vivido, nos vamos desprendiendo de lo superfluo, del lastre que a veces no nos deja avanzar con la velocidad que quisiéramos. Supongo que en eso consiste el madurar.

Alguien que conozco aprovechó su oportunidad. Esa es Laura. Es una mujer vital, quizá la mujer más vital que yo conozco. Con treinta y siete años su vida sufrió un gran varapalo. Su marido se quitó la vida el día del cumpleaños de ella. Laura es valenciana, aunque ha pasado gran parte de su vida viviendo en Madrid. La conozco desde hace relativamente poco. Aunque rápidamente congeniamos. Es una luchadora nata y tras el duro revés sufrido, volvió a Valencia. Sin trabajo, con una hija de a penas trece años y sin una perspectiva de trabajo real. Lo dejó todo y se vino. Es una mujer preparada, tiene un par de carreras aunque no las había ejercido. Se puso al día en pocos meses y no paró de buscar…. Y la oportunidad llegó de una forma inesperada.
Y la aprovechó. Un antiguo conocido necesitaba una abogada, para el pequeño bufete que había montado. Han pasado seis años duros, sin a penas casos que llevar y siendo poco conocidos, pero con su irrefrenable vitalidad, ha ido escalando en la pequeña empresa y ya mantiene una buena cartera de clientes.
Nos vimos hace unas semanas y decidimos irnos a cenar y a bailar. En la cena, repasaba los últimos años de su vida. De cómo quedó paralizada tras el trauma de la muerte de su marido y de cómo salió. La dureza y los miedos que vivió. Su angustia, que era sacar adelante a su hija y por ello no le dolió prendas, ni los madrugones, ni los trabajos basura que tuvo que coger durante los primeros años.
Hoy la niña pecosa, es una joven preparada y que ha sacado talento para la pintura y en ese momento está en Italia, preparándose para llenar lienzos con su imaginación de colores.
Todas estas penurias, le han pasado factura. Su salud se ha deteriorado, sus huesos están dañados y a veces, sufre dolores que sobrelleva a base de calmantes, acupuntura y mala leche.
Pero ahí está. Como la Puerta de Alcalá, que desafinamos a dúo hace unos días en un Karaoke. Y nos la trufó, por cierto.










FLOR DE CACTUS.
La flor de cactus, en general es efímera. En algunas variedades, un cactus en un desierto puede florecer una vez en su vida. Y después, morir. Aunque no es siempre el caso. En condiciones favorables de temperatura, abonado y agua, puede hacerlo cada año.

Lo que sí tienen en común todas las flores de los cactus son su belleza simple. Son recias, fuertes, algunas hasta coriáceas pero todas son hermosas. Suelen tener unos colores llamativos, policromadas algunas, a fin de que, en su brevedad vital, puedan atraer a todos los bichos polinizadores de la contornada en el menor tiempo posible.

Flowers es mi flor de cactus preferida. Siempre la he visto igual, desde los dieciséis años. Una mujer de constitución delgada, casi de cristal. De hueso fino. Y de alegre carcajada.
Pero dentro de esa fragilidad aparente, es puro nervio y hierro por dentro.

Nos conocimos en el Instituto. Y no es que nos hiciéramos amigas. Pero ella estaba siempre ahí. Era la gamberra oficial de la clase. En todos los líos se metía y por el contrario, era una buena compañera.

Han pasado veinticinco años de aquello. Y el pasado volvimos a reunirnos. En todo ese tiempo, mucho tuvimos que contarnos.

Flowers me contaba sus incontables trabajos, a cual más extravagante y variopinto.

- Puedo editar un libro con mi vida laboral – me contaba.

Desde esteticista a promotora de bebidas. Reponedora de charcutería y conductora de trenes industriales y carretillas.
- Choqué el trenecito contra una columna y descarriló. Tía, que bronca del encargado- contaba.
Hay que decir que Flowers siempre empieza sus frases con un tía, que le da énfasis.
Pero de lo que menos me podía imaginar que ejerciera, es de vigilante y guardia jurado.
Es como poner un fideo vigilando una cámara acorazada.
Ni que decir que, si hubiese tenido un incidente grave, de un soplamocos la hubiesen puesto a orbitar. Y eso hubiese sido lo mínimo que podría haberle ocurrido.
Todas estas historias las cuenta entre carcajadas y gestos de propia incredulidad por haber hecho tal trabajo.
Mi perplejidad era enorme, desde luego. De coraje va más que sobrada. Pero el físico no le acompaña. Es la anticachas.

Hoy vive sola con un gato reumático. Dejó atrás una relación de casi tres lustros y según cuenta, sólo ha dado con chalados, cosa poco rara en los tiempos que corren.
- Tía, ¡como está el ganado!- dice a carcajadas y gesticulando con muecas de horror.
Es imposible que no te contagie la hilaridad. A no ser que seas una estatua de sal.

Su última conquista, cuando me la contó casi sufro una paraplejia del ataque de risa, fue con un conductor de autobús.
Coincidió con él, tanto en el trayecto de ida como en el de vuelta. Y dándole palique, aquel tomó una curva que era demasiado cerrada, de forma abierta, incrustando el autobús encima de la acera y poniéndolo como un velero navegando de ceñida, es decir, de lado y casi a dos ruedas.
- Yo cogida al aparato de picar el bonobús – contaba – e intentando hacer contrapeso porque parecía que íbamos a volcar.
Como si su peso pluma fuese trascendental para equilibrar aquella mole de cuatro ruedas.
Todo esto, ni que decir, que lo representó en mitad del comedor del restaurante donde comimos. Y que la pareja de abuelitos que teníamos a nuestro lado, andaban entusiasmados con aquellas historias. Las suyas propias, debían sabérselas desde hacía cuarenta años.

Pero Flowers es sorprendente. Me recuerda siempre a una Huckleberry Finn actual, pero sin Missisipi de por medio. Tiene un aire de pilluelo intrínseco que te inunda. Hay frescura en ella, a pesar de los años. A pesar de las decepciones, de los reveses. A pesar de los horizontes pesimistas, suelta bocanadas de aire limpio que te ensanchan los pulmones.
Terminó contándome su pasión por los filósofos alemanes del siglo XX.
Era lo último que podía esperar de ella. ¿Y ahora que lo pienso, porqué me sorprendió ?. Si me hubiese dicho que se dedicaba a la pesca del boquerón zurdo en Terranova, la hubiese creído. Porque es capaz de eso y de mucho más.
Ella es como una piñata. Cuando la rompes, no sabes que va a salir de su interior. Y es que Flowers es así, mezclando existencialismo con porras de vigilantes y amantes locos.

Bueno, hay algo que sí sabes que va a salir, aunque ella se revista de púas defensivas. Y es un corazón enorme, sensible y generoso que te produce una ternura difícil de contener.
Siento alegría de que en mi vida, tenga la ventura de gozar de esta flor de cactus, imposible de marchitar.

CHAKRA

CHAKRA


La luz que atraviesa el ventanal me da de pleno en los ojos. Aunque trato de taparme con la almohada, termina de despertarme completamente. Me levanto. No estoy mal, pero noto un desasosiego por dentro. Como si un enano estuviera dando saltos mortales en mi duodeno. Poco recuerdo de la noche anterior. La cena en aquel nuevo restaurante, las copas de después y vuelta a casa a dormir. Nada anormal para una noche de sábado. Y sin embargo, me noto raro.
Así que decido echarme abundante agua a la cara, para quitarme las telarañas de los ojos y del cerebro. Mi imagen en el espejo se refleja distorsionada, o al menos así me parece a mí. Saco la lengua y parece un pasto de alguna montaña asturiana, de lo verde que está. Lo achaco a una mala digestión, no tenía que haber tomado aquel revuelto de setas que me recomendó el camarero. Sinceramente, estaba riquísimo, pero me sientan en el estómago, como patadas de hooligans enfurecidos, tras perder un partido.
Decido en ese momento que un buen zumo de naranja y una tostada de aceite de oliva puro, me sentará de maravilla, para contrarrestar el sabor metálico de la boca.

Pongo la tostadora y corto un par de rebanadas de pan. Mientras, preparo el exprimidor, elijo tres naranjas. Me las acerco a la nariz. Siempre me ha gustado el olor que transmite la piel de la naranja. Cojo un cuchillo y corto una.
- ¡Ay! – oigo cuando la hoja atraviesa el fruto – me estás haciendo daño.
Se me cae el cuchillo de las manos. ¿Qué bebí anoche?. Si no estoy loco o con resaca, creo que es la naranja la que se ha quejado.

- ¿Hablas tú? – le digo a la redonda fruta con voz asombrada.
- Si, soy yo. Por favor, no me cortes, me haces daño.

No hay ninguna duda, no son imaginaciones, la naranja ha hablado y lo peor es que yo la he oído.
Se me seca la garganta. Busco un vaso y agua fresca para beber. Abro el frigorífico y un coro de voces me saludan.

- ¡Buenos días, Fernando!.
- Bueno días – respondo de una manera automática. Y cierro el frigorífico.

No estoy loco. ¿O si? Me acaban de dar los buenos días, desde el cajón donde guardo la verdura.
Vuelvo a abrir el electrodoméstico.

- ¿Hola?- digo bajito y con miedo.
- ¡Hola Fernando!, ¿Qué tal has dormido?.

Definitivamente, no he perdido la razón. Las alcachofas, el pepino y la lechuga que hay en el verdulero, acaban de desearme un buen día y se preocupan de mi estado.
Con pasmo veo que los tomates del segundo estante y unos rabanitos que andaban desperdigados entre el tarro de mermelada y la tarrina de mantequilla, se unen a sus congéneres anteriores.
Encima, los rabanitos tienen voces agudas y estridentes.
Estoy totalmente despierto. De ello estoy seguro. No es un mal sueño provocado por una mala digestión.

Estoy en mitad de la cocina de mi casa, en pantalón de pijama y manteniendo una conversación con media huerta.

Salgo asustado de la cocina y voy hacia el comedor. Voy a llamar a Gustavo. Estará ya despierto, aunque hoy sea domingo. A ver si lo pillo en casa, antes de que haya salido a dar su vuelta de rigor en bicicleta. Igual sabe algo de lo que ocurrió anoche y que yo no logro recordar.
Mientras marco su número, noto que alguien me habla a mi espalda. ¿ O debería de decir algo?.

- Hola Fernando, ¿Qué tal has amanecido hoy?. Cuando puedas, me echas un poco de agua, por favor. Pero que no esté muy helada. Que tengo las raíces algo anquilosadas y me duelen con el frío. Tengo sed. Me reseco con la calefacción, ¿sabes?.

Me quedo paralizado con el auricular en la mano. Con el número de mi amigo a medio marcar. Lentamente me giro y veo al Ficus benjamina que tengo junto a la ventana del comedor. La voz venía de esa zona. La he oído claramente.

- ¿Eres tú el que me está hablando?- me encaro con la planta.
- Claro que soy yo. ¡Que tontería! – me responde- ¿ves a alguien más en la habitación?.
- No claro- respondo con naturalidad- sólo estamos los dos.
- Pues lo que te decía – continua el vegetal- cuando tengas un poquito de tiempo, me echas un poco de agua, ¿vale?. Estoy sediento.
- ¡Pero que carajo estoy haciendo! – grito - ¡Estoy hablando con una maldita planta!. ¡Y me responde!.
- ¡Qué carácter tienes, hijo! – contesta a modo de reproche – cualquiera diría que te he pedido algo fuera de lo común.

Ignoro el último comentario del Ficus y marco con premura el número de Gustavo. Desde luego, algo pasó ayer por la noche y yo todavía no me he enterado de lo que es.
Al otro lado del auricular me salta el buzón de voz. Mejor es ir a su casa y hablar directamente con él.
Noto pesado el estómago, como si me hubiese tragado un yunque.
En menos de diez minutos me he arreglado y salgo como un rayo hacia la calle, dirección de casa de Gustavo.

Hay poco tráfico, y sólo algunos transeúntes adormilados, pasean la mañana soleada de Diciembre.

A pesar de ello, se me hace interminable el trayecto hasta la casa de mi amigo. Tamborileo con los dedos sobre el volante, esperando que el semáforo se ponga en verde.
Justo estoy ya en su calle y aparco de mala manera el coche.
Alguien habla a mi espalda. Pero no logro entender que es lo que dice. Pongo atención.

- Cuando arranques de nuevo el coche , por favor, no aceleres de golpe, que echas mucho humo y me molesta.

Es la acacia que hay plantada en frente del portal de Gustavo. Me quedo de una pieza. Pensaba que este diálogo fitológico sólo lo mantenía en mi casa. Pero parece ser que no. Puedo oír a cualquier ser que tenga raíces y hojas.
Llamo con insistencia al timbre de Gustavo. Tras esperar unos segundos, al fin, alguien contesta por el altavoz del portero electrónico.

- ¿Diga?, ¿Quién es?. Es Gustavo, con voz somnolienta.
- Soy yo, Fernando- le respondo nervioso- ábreme la puerta, necesito hablar urgentemente contigo.

El clic metálico del cierre se oye y empujo la puerta. Subo las escaleras de dos en dos. Gustavo vive en un segundo. Tiene ascensor, pero estoy tan acelerado, que no me espero a que baje.

Mi amigo está en medio del recibidor de su casa, con cara de sorpresa y de alarma.

- ¿Qué te pasa? – me pregunta. ¿A que viene tanta prisa?.
- Tío, desde que me he levantado esta mañana, me está ocurriendo algo muy extraño. No te lo vas a creer, pero “oigo” a las plantas. De hecho, oigo a todo aquello que sea vegetal.
- ¿Qué dices?- me contesta mirándome con cara de incrédulo – anda, ven, vamos a tomar un café y me lo cuentas todo con tranquilidad.

Nos acomodamos en la cocina mientras Gustavo carga de café molido el colador de su cafetera italiana y la pone al fuego.
Con más serenidad, le voy contando todo lo que me ha ocurrido desde que me levanté esta mañana.
El episodio de las naranjas, mi discusión con el Ficus. A los pocos minutos, el aroma de la infusión invade todo el espacio que nos rodea y nos deja por un momento, reconfortados.
¿Qué tiene el olor del café recién hecho, que te levanta el ánimo sin tú quererlo?.
Con más sosiego, pasamos revista a lo que hicimos ayer por la noche.
Lo único que se salía un poco de los esquemas, era la cena en aquel nuevo restaurante. Por mí mismo, ni lo hubiera elegido ni se me habría ocurrido pasar por él a cenar. Pero nuestro amigo común, Ricardo, es muy dado en descubrir nuevos sabores, nuevos aromas. Es un gastrónomo y goza de la buena mesa. Y siempre está llevándonos a nuevos restaurantes y sitios de tapas, donde o bien preparan un plato especial, o una nueva salsa, o un nuevo guiso. Todo quiere probarlo.

Ayer por la noche le tocó el turno a CHAKRA, un nuevo restaurante dedicado a preparar comida hindú. Ahí es donde me tomé mi revuelto de setas…
Decidí, tras apurar el café, encaminarme al restaurante. Iba como un detective, buscando huellas y pistas de cómo se había despertado en mí, esta nueva habilidad.

Me despedí de Gustavo. Subí al coche y me dirigí al restaurante de la noche anterior. Tras aparcar, me acerqué a la entrada, que estaba cerrada. Apoyé la cara en el cristal, ya que se vislumbraba una luz en el interior. Con los nudillos golpeé el cristal, intentando llamar la atención de quien se pudiera encontrar dentro. Al final, me abrieron.
Un pequeño hombre me salió al paso. Se secaba las manos en el mandil que llevaba atado alrededor de la cintura. Me indagó con la mirada y seguidamente, me preguntó:

- ¿Qué desea?. No abrimos hasta la noche.
- Quisiera hablar con el dueño o con el responsable. Soy un cliente. Ayer por la noche estuve cenando aquí.
- Un momento…

Y se metió en el interior de lo que debía ser la cocina. A los pocos minutos, otro hombre, más alto y delgado, se acercaba hacia donde yo estaba. Tenía rasgos asiáticos, hindú o pakistaní. Y unos ojos que transmitían serenidad.
Frente a él, me siento un poco estúpido. Si le contaba a aquel extraño mi historia, ciertamente terminaría pateándome el culo y expulsándome de su local. Pero no tenía otra alternativa para conseguir desenmarañar este galimatías.
Tras presentarme, me invita a sentar en una de las mesas.
- Usted dirá, señor – me dice- esperando que le cuente el porqué le he sacado de sus quehaceres.

Decido que no tengo nada que perder y le cuento todo lo que me ha sucedido desde que me levanté por la mañana.
Cuando termino de relatarle mi peripecia, me quedo tranquilo, como cuando de niño confesaba con el cura que había robado alguna golosina de la tienda de Trini, la quiosquera.

- Veo que mis setas le han hecho efecto, Fernando- me dice con una sonrisa beatifica. No lo hacen con todo el mundo. Son de la zona de donde nací, un lugar cercano a las montañas del Himalaya. Son especiales y actúan en las personas, de forma selectiva.

Hace una parada y me pregunta si me apetece tomar algo. Le pido una cerveza, nacional, le hago hincapié. Tras dar un primer trago, sigue hablando.

- Estas setas son como llaves. Avivan en grado extremo la percepción de la realidad que cada uno tenemos. Y digo que son como llaves. Si no hay cerradura donde puedan meterse, no actúan. Y usted, Fernando, tiene cerradura, por lo que he visto.
- ¿Pero porque a mí? ¿Y justamente oigo a las plantas?.
- No lo sé. Cada uno tenemos una predisposición diferente para captar la realidad y por lo que veo, usted la tiene para captar la energía de las plantas. Para que se haga una idea, usted es una gran antena receptiva de esas ondas de energía que suenan en su cabeza como voces. Auténticas. No son imaginaciones suyas.
- ¿Cuánto durará el efecto de estas setas o lo que sea?.
- No puedo decirle. Han abierto su mente, uno de sus chakras, el que domina el lenguaje. Como puerta que es, puede cerrase de golpe y volver usted a percibir sólo con los sentidos. O puede permanecer abierta hasta que usted muera. Pero hay algo cierto, la cerradura la tenía usted desde que nació. Y ha dado con la llave adecuada. El conductor han sido mis setas. En otras personas, sus puertas interiores se abren de forma brusca, por un gran trauma, físico o emotivo.

Me quedé pensando. Mi primer impulso fue darle un puñetazo en mitad de la cara a aquel tipo. Pero algo me distrajo. Una vocecilla que venía de la ventana. Era una azalea que decía, “ay, que me quemo”.
Sonreí. Le advertí al chef – gurú que su planta tenía demasiado sol y se estaba quemando. La apartó del sol que le daba de pleno y la dejó en la penumbra.
Salí del local dándole la mano a Rasul, que ese era su nombre. A las pocas semanas volví para verle y cual fue mi sorpresa al comprobar que el restaurante se encontraba en traspaso. Busqué a los nuevos dueños, pero nadie supo darme referencias de Rasul y a donde fue.

Han pasado cinco años de aquello. Y sigo oyendo las voces de cualquier ser capaz de sintetizar clorofila. Esto ha cambiado mi vida, mis costumbres.
No he vuelto a un partido de fútbol, pues no soportaba las quejas del césped cuando lo pateaban. Ni he vuelto a comer fruta fresca ni ensaladas. Resulta insufrible llevarse a la boca algo que grita en tu tenedor.

Por el contrario, dejé mi trabajo en el banco y conseguí ejercer de jardinero. A los pocos meses, gané celebridad al ser el mejor cuidador de plantas. Era trabajar a tiro hecho. A los dos años, puse mi propia empresa y me llaman para casos raros, por enfermedades que los botánicos y agrónomos no logran atajar.

Tampoco he descubierto a nadie mi secreto, excepto a mi mejor amigo, Gustavo.

Tengo miedo de que alguien ajeno a mi entorno, se percate de mi habilidad y lo divulgue de manera inconveniente. Justamente es lo que no quiero. Que cualquier desaprensivo o charlatán pueda irse de la lengua y con su indiscreción, terminar convirtiéndome en una atracción de feria o lo que es peor aún, que algún grupo de científicos me sometan a pruebas de laboratorio, acabando de esta manera como un ratón blanco, con la cabeza llena de electrodos conectados a máquinas con nombres impronunciables.

No busqué esta aptitud y por ello, prefiero mantenerla en secreto, salvaguardando de esta manera mi libertad.

Además, no sé hasta cuando mantendré la puerta abierta de mi chakra. Ello es un misterio. Pero he aprendido a disfrutar con este don, aunque a veces resulta molesto. Siempre a mi alrededor hay un rumor que no para. Pero me he acostumbrado a ello, como quien se acostumbra a vivir al lado de una autopista y el ruido de los coches pasando, terminan por ser una parte más del paisaje acústico.

He descubierto también, en estos años, que hay todo tipo de plantas. Bravuconas, que se pasan el día buscando pelea con las vecinas, como algún cactus. ¡Acoquinan al resto cuado muestran sus púas afiladas!.
Y las hay amables, como las flores campestres, que siempre están canturreando, sobre todo, a la mañana, cuando el sol les empieza a calentar y abren sus corolas, como un niño perezoso, abre los ojos tras el sueño.


En el parque tengo fama de estar alelado, loco y ensimismado. Soy el que habla solo. Lo que ocurre es que el roble americano es un excelente tertuliano. Lo trajeron de Bostón, tras una expedición científica a principios del siglo XIX y ha visto mucho. Y tiene sentido del humor, el muy bellotero.
Sin embargo, no soporto al Magnolio Grandiflora. Es un engreído y si puedo, dejo que los perros se le meen.



FIN

MICRORRELATOS PARA EL AUTOBUS

MEMORIA PETRIFICADA.

No sé si os pasa, pero yo nunca logro evitar que los restos de ceniza manchen la madera del mueble del comedor.
Por eso tengo que abrillantarlo cada cierto tiempo. Me gusta cuando salen a la luz las vetas de lo que fue un roble antaño. Es como tener un bosque petrificado con patas.
Si acerco la nariz a sus aristas, todavía huele a tierra húmeda. Y a tormentas de otoño.
Fue en aquel viaje al norte donde lo compré ¿ recuerdas?. A aquel carpintero artesano, enamorado de la madera.
Cuando partimos con él, en el remolque del coche, el pobre hombre dejó caer una lágrima y suspiró profundo. Era un hijo que partía a un largo viaje del que no regresaría.


HUMO.
No sé si os pasa, pero yo nunca logro evitar que los restos de ceniza manchen la madera del mueble del comedor. Debería no ser tan descuidado con el cigarro. Lo olvido encendido en cualquier cenicero. Y termina cayendo de este. "Cualquier día arderemos" - decía Patricia- cuando veía la humareda fagocitar el oxígeno de la habitación.
No sabía que por su causa, yo me ausentaba en mis pensamientos y dejaba al tabaco quemarse como un bonzo autista.
Los últimos meses, cuando su enfermedad se agravó y a penas podía moverse, es cuando más ensimismado permanecía yo. El pensar como sería la vida sin ella, me angustiaba y me producía largas noches de insomnio, mientras un halo azulado de humo me envolvía.


TESTAMENTO.
En ese instante, todos supimos que jamás volveríamos a vernos. Cuando abandonamos la sala de la notaría, tras la lectura del testamento, supe que no volvería a ver ni a Daniel ni a Luis. De esto, hace ya quince años. Daniel regresó a Paris, a regentar su tienda de antigüedades. Y Luis, a Barcelona.
Los tres decidimos, tácitamente, obviar para siempre la información que el Notario nos comunicó.
Y nada mejor para que quedase enterrado definitivamente en el olvido, que perder el contacto entre nosotros, evitando temibles tentaciones.
Nunca un pasado se había proyectado tan malignamente y amenazaba el presente de forma tan atroz. Viviríamos para siempre con ese peso.

DESPEDIDAS.
En ese instante, todos supimos que jamás volveríamos a vernos. Después de partir a los diferentes frentes, desde nuestro cuartel base. La guerra se había recrudecido aún más, tras las últimas escaramuzas de los rebeldes. Sabíamos que muchos de nosotros terminaríamos en alguna trinchera, cosido a balazos, olvidado. Pero esa más que probable posibilidad, nunca la mencionamos. Atrás quedaba los meses de instrucción, de camaradería, de compañerismo.
En eso se iban mis pensamientos cuando un bache del embarrado camino me hizo saltar del asiento del autobús y el sargento nos daba las últimas instrucciones. Una nube terminó de ennegrecer el cielo y fue cuando despedí para siempre mi inocencia.

YODO.
Aquel sería el primer gesto maternal consciente que recuerdo. Creo que si, que fue ese. Antes debieron haber muchos más, pero ese el primero que conservo en la memoria. Creo que fue una tarde de verano, recuerdo el calor. Mamá me coge en brazos y me limpia la herida de la rodilla con yodo. Me he caído de la bici .Yo estoy llorando, más por el susto pasado que por el dolor. Recuerdo su olor, a magdalenas y a coca. Me gusta. Me sube en sus rodillas y me peina con los dedos las greñas. Borra mis lágrimas con un pañuelo mojado en su saliva. Era finales de Agosto.


UNA CARICIA.
Aquel sería el primer gesto maternal consciente que recuerdo. Jamás, Amalia La Seca, se había dirigido a sus hijos con algún signo de ternura desde que la conocía. Siempre era cortante e imperativa con sus vástagos.
- Tienen que ser duros, para enfrentarse con la vida – solía decir.
Para ella, cualquier señal de cariño, era transigir a la debilidad. Hasta ese día en el que el hijo pequeño llegó con su cachorro muerto en brazos. Lloraba desconsoladamente. Ella envolvió el cadáver en una toalla y lo enterró en el patio. Luego, consoló al niño tocando su cara. Ese ademán, fue lo que más se había parecido nunca a una caricia.

GRAVEDAD.
Hasta siempre, Vladimir. Eso pensaba ella mientras arrastraba el cadáver hacia el acantilado. Tenía que deshacerse del cuerpo antes del amanecer. Nunca más soportaría sus insultos, sus bajezas, sus humillaciones. Estos pensamientos le ayudaban a sacar fuerzas extras para tirar del cuerpo muerto. Un rastro de tierra removida dejaba a su paso, por el peso, pero poco le importaba. Llegó hasta el mismo borde, donde anidaban los albatros en primavera. Miró hacia abajo. Le pareció que la distancia hasta el mar era infinita. Un último empujón y el cuerpo cayó. Ella siguió con la mirada la trayectoria hasta que la espuma lo engulló.

REENCUENTRO.
El chuc chuc del vagón cambiando de vías me adormecía mientras que, por la ventanilla pasaba el paisaje a toda velocidad. A duras penas podía abrir los ojos. Los tenía llenos de sueño. Pero hoy era el día, tan ansiado, tan esperado. Lo había imaginado de otra manera, con más glamour pero la realidad siempre se encarga de cambiar los anhelos. Ahí estaba, recostada en el asiento, luchando por espabilarme. El café no había sido lo suficientemente cargado, pensé.
Pocos kilómetros quedaban para llegar a mi destino. Cuando anunciaron Cabañal, sonreí. Diez minutos y volvería a encontrarme contigo.

TORMENTA.
El viento cerró de golpe la puerta del comedor. El ruido que hizo, sobresaltó a Yolanda. Notó un escalofrío que le subía por la espalda y que tensó sus músculos de forma irracional. El viento siempre le había puesto nerviosa. No sabía de donde venía aquella fobia, pero desde pequeña, recordaba buscar amparo en su madre, cuando éste soplaba de forma recia y tormentosa. Miró por la ventana y descubrió un cielo con nubes aborregadas, dispuestas a descargar violentamente, de un momento a otro.
- Le va a pillar la tormenta – pensó.

Y decidió llamarle a su teléfono móvil. Tras varios tonos de marcado, una voz metálica de mujer, le indicaba que el número al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura.

Se inquietó. Y pensó que igual, estaba al volante, viniendo hacia allí. Desde hacía meses, su relación con él era casi inexistente. Mantenían las formas, como seres civilizados, pero no eran más que dos extraños conviviendo bajo el mismo techo. Y aún así, ella sentía el compromiso de cuidarle, en recuerdo del amor que vivió junto a él en el pasado.

UNA SONRISA.
¿Cómo se llamaba?.No recuerdo ahora el nombre. Pero si sé que era una mujer risueña, que siempre sonreía cuando se le saludaba. De esas personas que te iluminan el día cuando te las cruzas. Procuraba no chafarle el piso cuando lo había fregado. Pero soy tan torpe, que me daba cuenta de ello cuando ya había dejado huellas de mis pisadas en él. Nunca me recriminó por ello, al revés, cuando levantaba la vista me encontraba con una cara complaciente. Y le pedía mil disculpas por mi falta. Siempre las aceptaba de buen agrado. ¿Cómo era su nombre?...¿Aurora?. La memoria ya me falla.

SIN NOMBRE.
¿Cómo se llamaba?. Creo no tenía nombre fijo. Respondía a varios. Apareció un día por el barrio y se quedó para siempre. No era especialmente bonito, pero su pelo ensortijado y su rabo siempre en movimiento, le daba un aspecto simpático que hacía que lo aceptasen allí donde iba. Era un perro muy social. Tenía sus tareas diarias bien marcadas. Acompañaba a toda la chiquillería al colegio, siendo uno más de nosotros. El resto del día lo dedicaba a visitar a la panadera, al del puesto de periódicos y al anochecer, dormía con Tomás, el vigilante de la obra. Yo le llamaba Nube.

BATAS BLANCAS.
¿No usas ahora el presente, Mario?. Me hablas en pasado como si yo ya no estuviera. Y aún estoy, aunque tú no lo notes. Sólo me ves como un trozo de carne postrada en una cama. Los cables y los goteros me deben dar una imagen de monstruo de Frankestein en camisón. Pero aún estoy aquí. No hablo pero te oigo, como llamas a los médicos y las enfermeras. ¿No te das cuenta que me quiero marchar?. Si tengo que irme, definitivamente, lo quiero hacer desde mi cuarto y rodeada de las cosas que me han acompañado en mi vida. Sácame ya de este infierno aséptico.

FELICIDAD A TROCITOS.
¿La felicidad?, la charla animada con los amigos, mientras se saborea un vino. Una tarde de primavera esplendorosa. Una noche estrellada de verano. Una caricia del amado. El abrazo del hijo. Una mirada de ojos enamorados. Una llamada esperada. Sentir paz en nuestro interior. Turbarse con lo bello. Afrontar cada día convencido de que será único e irrepetible. La risa al viento. Respirar y notar el aire en los pulmones. Un reencuentro. Llorar con las pelis. Una carta de amor. La novela que te entristeció porque se acabó.
La felicidad es poliédrica, pero no efímera. Nunca se olvida su visita.

RENACER.
“No, así es el infierno”. Eso me contabas, totalmente convencida porque habías ya pasado por El. Tus ojeras, tus ojos sin brillo, tus marcas del veneno tóxico en los brazos, así lo delataban. Pero eso fue ayer. ¿Cuánto ha pasado?, una vida.
Hoy todo es diferente. El Ave Fénix cambió de nombre y se puso el tuyo, Malena. Para homenajear tu coraje. Para celebrarte.
Estás hermosa. Ganaste peso y el color volvió a regalarte. Esquivaste las trampas. Hay esperanza en ti.

- Las penas son el estiércol en el que germinan las alegrías futuras – me decías en el sanatorio.

Mis semillas no germinaron, una lástima.

INFIERNO DE ALQUILER.
Diles a estos señores que o nos dejan meter un ventilador o yo me vuelvo con tu madre. Setecientos cincuenta euros por el alquiler de este cuchitril infecto y no nos dejan ni airearnos. Verás cuando apriete de verdad el calor…. ¡ Las varices me reventarán!.
En serio, Fernando, no sé para que te hice caso, con lo bien que estábamos en el pueblo. Pero no, el señor tenía sus aires de grandeza y ¡hala!, en esta puñetera ciudad que nos trata a patadas.
Cuando vuelva a pasar Higinio para pedirnos el alquiler del mes que viene, no me callaré. Le pediré también que nos arregle el termo. Estoy harta de helarme en invierno y ahogarme en verano.

AIRE FRESCO.

- Yo te llevaré un ventilador.
Eso me dijiste la última vez que viniste a verme a la residencia, Miguel. Sigues como de niño, prometiendo cosas que no cumples. Sabes que no puedo dormir por la noche con este calor pegajoso y más, cuando nos echan el cierre a las ventanas. Desde el día que Matías y Rosa intentaron fugarse de madrugada para compartir y vivir su amor, lejos de este aparcamiento de viejos. Al final, sólo compartieron traumatólogo. Suerte que no compartieron enterrador.

Ya estamos a finales de Agosto.

Por fortuna, heredé el abanico de Engracia, cuando su hija vino a desalojar su habitación.

ME PIDO, ME PIDO….

De momento, voy a ir llenando la piscina hinchable. Nunca se sabe cuando atraparemos a la Sirena.
Estoy un poco cansada de esta colección de criaturas fantásticas. El Pegaso no para de dar coces y el Unicornio tiene el cuerno descascarillado, de tanto darse contra los barrotes de la jaula. Y no veas como comen alfalfa. Otros quince días igual y no llegamos a fin de mes.
No olvides de llevarle el pozal con antiácido al Dragón. Su última mala digestión nos costó una nueva alfombra. ¡Y el tufo que deja a azufre en la casa!.
De verdad, cariño, ¿no podías pedir a los Reyes una videoconsola como todos?.

SIGUIENDO PISTAS…

- Ni idea- , responde el hombre mirando sonriente el trozo de plástico sobre el césped mojado.

Se había volatilizado delante de mí y sólo quedaba ese rastro como prueba de que había pasado por ahí. El hombre que perseguía desde hacía dos meses, se me escapó en medio segundo de despiste. Era un mago del camuflaje, por algo le llamaban EL Mortadelo del Ensanche. Era el rey del disfraz.

- Gracias- le contesto, aunque no me había ayudado mucho.

Recogí el plástico y comprobé que lo había roto antes de abandonarlo. Un corte casi cuadrado, hecho con una cuchilla afilada. Se llevó un pedacito a modo de muestra. De este rompecabezas, yo era ya otra pieza.

MAS VALE SOLA QUE MAL ACOMPAÑADA.
Tal vez sea mejor que se quede en casa. Así, no me vuelve a hacer pasar vergüenza. Como la última vez, en la boda de Javier. ¡Que empeño por bailar con la novia!. A parte de que no sabe dar un paso al ritmo de la música, terminó con ella en el suelo y rasgándole parte de la cola del vestido. Paró de golpe la orquesta y él, balbuceando palabras inconexas desde en medio de la pista, a modo de disculpa. Y la pobre chica, con soponcio y medio. Desde entonces, ya no le paso ni una. No aguanto ya sus borracheras. Esta vez, voy sola. Así estaré tranquila.

HIPOCONDRÍA.
Tal vez sea mejor que se quede en casa. Me pone nerviosa cuando me acompaña al médico. ¡Con lo hipocondríaco que es!. Sólo el olor a hospital, a alcohol y a desinfectante, le altera. Su manía por sufrir toda enfermedad catalogada desde Hipócrates es de sanatorio mental. Como la última vez, que mezcló síntomas de paperas, neumonía, disentería y ántrax. No es extraño que el doctor nos echara a patadas del box de urgencias.
- Espero no volverle a ver nunca – decía mientras nos echaba a la cara la analítica.

Esta vez, iré sola. Además, ¿Qué pinta él en mi exploración anual ginecológica?. Terminaría pidiendo una revisión de trompas.


HILANDO ENSUEÑOS.

Yo sabía que aquello era el final. Cuando me despedí de él, en la estación. Me besó dulcemente, consciente de que esa sería la última vez. Le miré a los ojos. Para entonces, ya no había rastro de tristeza. A penas una nube ineludible de realidad empañaba ese azul que tanto había amado.
Un rato antes, cuando todavía me encontraba adormilada en sus brazos, cayó una lágrima por su mejilla que me encharcó el alma. Lloraba sin gemido, de forma muda. Pero todo el quebranto que le crujía su ser, lo notaba en su pecho. Saltando como un torbellino, capaz de arrasar cuanto se pusiera por delante.Desde el primer momento que nos conocimos, sabíamos que nuestra historia tenía la fecha de cumplimiento escrita, como una letra de cambio. Sin un día de prolongue. Los intereses ya los habíamos pagado cuando decidimos, aquella tarde de Junio dorado, vivirla hasta apurar su copa. La dulzura se los primeros tragos se habían ido transformando en ácido que horadaba a mordiscos secos nuestras vidas. No era libre. Estaba encadenado a otra mujer. Había jurado cuidarla hasta su muerte. Y ese juramento, barrotes de la jaula, que no conseguimos limar a fuerza de besos.

CELOS.
Me doy cuenta de que ya echo de menos a mi ex mujer y a mis hijas.
Será la costumbre. Sobre todo a las niñas. No me hago a la idea de volver a casa y encontrarla envuelta en silencios y sombras. Aunque la mayor de las veces cuando regresaba, ya estaban dormidas y sólo me asomaba al cuarto para verlas.
A Mercedes, la añoro, pero a ratos. Al final, sus celos enfermizos terminaron por agobiarme, por desear no verla. La relación claustrofóbica, de acoso y derribo de los últimos meses, acabó por que sintiera sólo odio por ella. La gota que apuró mi paciencia, fue descubrir un detective pagado por ella, buscando pruebas de infidelidades imaginarias.


SORTILEGIO.
No funcionó. Estuve frotando por un buen rato esa antigua lámpara que encontré en el bazar de Alí, el anticuario. Pero no ocurrió nada extraordinario.
Me había dicho que tenía más de mil años y que perteneció a un Califa, famoso en su época por conseguir todo lo que se proponía sin esfuerzo.
Había seguido las instrucciones del viejo al pie de la letra, pero ahí estaba el candil, más bruñido y brillante pero inanimado. Cansado de hacer el canelo, lo dejé a disgusto sobre la mesa. No habría encantamiento. Volví a mirarla y pude leer en un lateral, MADE IN TAIWAN.